Andrea es una persona extraña, o tal vez no tanto. Pero para mi si. Es atractiva. Tiene un rostro fino, con ojos grandes y negros, que pocas veces están fijos en un mismo lugar; con pestañas largas y siempre empapadas en pestañina. Por lo que he notado le gusta maquillarse. Al menos las pestañas. Mejillas grandes y siempre coloradas, las cejas bien pobladas pero siempre despeinadas, no tiene nariz, ni boca. Bueno si, pero son bien pequeñas.
Se levanta miles de veces para “ir al baño”, digo “ir al baño” porque realmente no la sigo, solo la veo caminar en esa dirección. Puede que también vaya por agua, pero no lo sé, solo asumo. Y las mil veces que se levanta desprende un aroma dulce –flan- que empalaga.
A través de esta ventana la puedo ver sentada en su escritorio. Siempre concentrada. No sé que tanto escribe; pero disfruto verla hacerlo. Es como si en el teclado de su computador caminaran cientos de hormigas y ella tuviese que matarlas con la yema de sus dedos en cinco minutos. Sus dedos se prenden en llamas y en la punta de cada uno de ellos aparecen pequeñas pistolitas y ¡pum – pum! Queman los pequeños cuerpecitos de las hormigas.
Cuando termina, respira, se reclina un poco hacia atrás en su silla, cuenta mentalmente hasta cinco y se levanta nuevamente para “ir al baño”, pero vuelve con varias hojas en sus manos. Sospecho que pueden ser las actas de defunción de las hormigas, pues esas indefensas hormiguitas debían tener familia, y ella querrá disculparse.
La asesina de hormigas vuelve a sentarse, y a veces creo que voltea hacía acá, pero a la vez lo dudo. ¿Quién querría voltear para acá? Aunque admito que cuando lo sospecho me sonrojo un poco. Me gusta imaginar qué pasaría si ella me viera.
Esos segundos son como eternos, o al menos duran más que los segundos normales. Imagino que sus ojos grandes y negros flotan hasta mi, acompañados de su rostro y sin olvidar su cabello. Su largo y crespo cabello. Y que al posarse justo frente a mi, desciende lentamente y se sienta a mi lado. En ese momento siempre escucho un temeroso “hola”, pero ella nunca mueve sus labios.
A veces la veo caminar a la oficina de su jefe y la escucho reír, otras veces discutir. Cuando va de vuelta a su escritorio es como si caminara en cámara lenta. He notado que quiere que él que se sienta diagonal frente a ella le sonría alguna vez, pero no Andrea, eso no va a pasar. Él solo quiere hacer sonreír a tu vecino de la izquierda. Aunque debo alegar que es bastante simpático.
Enfocada nuevamente en su computador, abre un pequeño envase de cristal que guarda en su gaveta de la derecha, vacía un puño más de hormigas sobre su teclado, y despierta su furia mata hormigas de nuevo. Es increíble. En ocasiones la veo arrepentirse porque toca su rostro, como para limpiarse las lágrimas.
Pasan las horas y repite su rutina mata hormigas unas 5 a 7 veces, hasta que hace un movimiento rarísimo. Sus mejillas se elevan y dejan ver sus dientes (nada perfectos). Andrea sonríe. Vuelve a cubrir sus ojos, así como cuando llora por las hormigas, se pausa por unos segundos y revienta un hormiguero.
Sus dedos se convierten en pequeñas III Guerras Mundiales. ¡PLUM! Las bombas salen de los cañones e infectan de palabras y colores a las pequeñas hormiguitas indefensas. ¡Taca-taca-taca! Las metralletas las revientan en miles de pequeños pedacitos.
Pobres hormigas. De verdad me da mucha tristeza ver como Andrea las asesina así. Pero al ver su cara de satisfacción cuando lo hace creo que me estoy creyendo que es necesario que mueran.
Andrea la asesina de hormigas, ¡PLUM! Lanza otra bomba en medio de la colmena. Ésta estalla en miles y miles de colores. Es algo maravillosamente hermoso. Pero pobres hormigas. No sé, es un sentimiento agridulce.
Muchas hormigas deben ser sacrificadas para que Andrea pueda ser feliz. Pero ver la sonrisas en su rostro cada vez que logra conseguir la inspiración, cuesta la vida de miles de colmenas llenas de hormigas reinas.
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